domingo, 1 de mayo de 2011

LA SIRENA




Era final de verano, y como todos los viernes por la tarde, durante las vacaciones escolares, Marina y su madre esperaban en la estación a que llegara el tren que las llevaría hasta un pueblo cercano dónde su padre trabajaba.

Esa tarde, cómo tantas otras, Marina aguantaba entre sus manitas un cuento. Se sentía impaciente por que el tren llegara y poder subir en él. Corretear por el pasillo hasta encontrar un asiento que le gustara, y llamar a su madre para que se sentara junto a ella. Marina vivía esas tardes como un verdadero acontecimiento: el nerviosismo hasta llegar a la estación con mamá, ojear las vías una y otra vez hasta que el tren aparecía por una curva lejana, el ruido del tren llegando, las puertas abriéndose y cerrándose, el silbato de la estación, el rítmico sonido del traqueteo cuando el tren se ponía en marcha... Era entonces, cuándo se arrellanaba en el sillón, respiraba hondo inhalando el olor a madera de los asientos, y pasándole a su madre el cuento con una sonrisa , giraba la cabeza para observar el paisaje.

Lucía, la madre de Marina, la observaba divertida, ya que su hija repetía una y otra vez el mismo ritual cada vez que hacían el corto trayecto en tren hasta encontrarse con su marido. Ella sabía lo que la pequeña esperaba , y como siempre cuando el tren se ponía en marcha, y su hijita le pasaba el cuento, ella empezaba a leerle las fantásticas historias de princesas y caballeros, piratas y sirenas, tesoros y castillos, que tanto le gustaban.

Aquella tarde Lucía empezó a narrarle una triste historia sobre una sirena que perdió su voz, mientras el tren seguía su camino y Marina ensimismada miraba por la ventana el paisaje que pasaba ante ella. Un mar profundo de un intenso color azul se perdía hasta el horizonte, playas de arena dorada bañadas por la luz del sol del atardecer, y pequeños bosques de verdes pinos, veteados de grandes piedras grises que conformaban algún que otro pequeño acantilado.

Cuando acabó de contárselo, Marina se giró hacia su madre, y le preguntó:

- Mamá, ¿las sirenas existen de verdad?

- Cariño, le respondió Lucia. Las sirenas son seres mágicos, y dicen que solamente la gente con una sensibilidad muy especial y en muy raras ocasiones pueden verlas. Aunque...

- Aunque, ¿qué mamá?, urgió Marina.

- Mira, te voy a explicar un secreto, pero no puedes contárselo a nadie, ¿vale?.

Los ojos de Marina se abrieron como platos, y en ellos apareció un brillo especial. Un brillo de anhelo por saber el secreto que estaba a punto de revelarle su madre, y por la satisfacción de sentirse lo suficientemente mayor para ser su confidente.

- Vale mamá, te prometo que nunca, nunca lo diré a nadie.- Muy bien, pues escúchame bien.

-Hace muchos años, cuando yo era tan pequeña como tú, fui una tarde a pasear por la playa con mi abuela, y me explicó un cuento de sirenas. Y, al igual que tú, le pregunté si existían. Entonces ella me dijo que su abuela cuando era niña, había visto una, porque siempre había querido ver una. Desde entonces siempre decía que, aunque hayan personas que digan lo contrario, la magia existe, y que la gente cuando desea cosas buenas con mucha fuerza, tarde o temprano, siempre ocurren.

- Pero mamá, ¿tú no has visto nunca una sirena?

- No, nunca he visto una, supongo que no lo he deseado lo suficiente. Lo que sí deseé siempre era tener una hija tan preciosa como tú, que le gustaran mucho los cuentos para poder explicárselos. Y, ves, al final naciste y aquí estamos. A ti te encantan los cuentos y a mi me encanta poder contártelos. Así que ya lo sabes, cuándo quieras alguna cosa, has de desearla con mucha fuerza, para poder conseguirla.

Lucía besó en la frente a su hija. Miró por la ventana, y vio que el tren ya se acercaba a su destino.

- Mira, Marina, ya ha llegado el tren a nuestra parada. Vamos que papá seguramente ya nos estará esperando.

Marina, dio una última mirada por la ventana del tren, pensando en lo que su madre le había explicado. Se cogieron de la mano, y juntas se apearon del tren y fueron a buscar a su padre.

El viaje en tren se repitió durante varias semanas más, de la misma manera, y, aunque nunca volvieron a hablar del tema de las sirenas, Marina, miraba muchas veces el mar.

Llegaron las primeras tormentas y el verano acabó, y con él finalizaron los viajes en tren y empezó el curso escolar. Marina volvió a la rutina, pero siempre, por algún rincón de su mente se deslizaba la historia que le había explicado su madre.

Pasaron varios años iguales a los anteriores. Y, aunque Marina creció, y los viajes en tren con su madre y los cuentos maravillosos acabaron, siempre que veía el mar, recordaba aquella tarde, y su conversación, y entonces el deseo de ver una sirena volvía a ella con fuerza.

Empezó a estudiar en la universidad, y para llegar debía de realizar el mismo trayecto en tren que años atrás realizara tantas tardes con su madre. Aunque esta vez lo vivía de modo muy diferente. Normalmente iba hablando con compañeras, o leyendo algún que otro libro que tenía que estudiar, o repasando algunos ejercicios hechos el día antes. De vez en cuando miraba por la ventana, y volvía a ver aquel mismo mar profundo que tantas veces había mirado.

Una tarde, debió quedarse más tiempo del previsto en la biblioteca de la facultad, ya que estaba realizando un trabajo con unos compañeros, y esto le estaba planteando unos problemas que no sabía si sería capaz de superar. Cuándo cogió el tren la tarde empezaba a caer, y se sentó cansada, pensando que por suerte era viernes y tenía el fin de semana para descansar.
El tren se puso en marcha, y Marina sentándose comodamente en el asiento cerró los ojos. Fue entonces cuando escuchó el silbato de la estación, y el rítmico sonido del traqueteo del tren al ponerse en marcha y un olor a madera llegó hasta su nariz. En ese momento recordó aquella fantástica tarde pasada con su madre, y pensó que curiosamente también era viernes como lo era aquel día en el que compartieron aquel secreto familiar. Volvió a mirar por la ventana del tren, muy parecida a aquella por la que mirara entonces, y volvió a ver el mar, aquel mar que tantos secretos guardaba. Recordó perfectamente cada una de las palabras de su madre, y con una sonrisa, pensó que todo aquello era, con toda seguridad, otro cuento que le había explicado para alimentar su imaginación infantil, aunque, a diferencia de otras tantas historias, esta le había dejado una huella imborrable, y el deseo de, aunque fuera por una vez en su vida, poder ver esa sirena. Y nunca había sabido el porqué.

El tren realizaba el mismo trayecto que realizara años atrás, por los mismos paisajes, por los mismos túneles, y por las mismas estaciones. Un poco antes de llegar a una de las estaciones próximas a la suya, el tren se paró, y desde un altavoz una voz femenina explicó que estarían parados unos minutos, y que en breve retomarían la marcha. Marina, resopló, pensando que ojalá fuera poco tiempo ya que tenía ganas de llegar a casa. Y giró la cabeza hacia la ventana para encontrarse de pronto con una preciosa puesta de sol que absorbió totalmente su atención...

De repente el deseo que la había acompañado durante muchos años, inconscientemente regresó con mucha fuerza, con la misma intensidad con la que los niños desean, y miró hacia aquel sol naranja que se empezaba a esconderse en la profundidad del mar.... Un súbito movimiento desvió su atención. Algo pareció moverse en el agua. Miró y vi que era un persona nadando. Marina pensó que era un bañista de aquellos que gusta disfrutar del mar en soledad, pero al observar con más atención, se dio cuenta que agitaba la mano, a modo de saludo. Miró la gente que viajaba con ella, pero sólo había un matrimonio mayor que estaba en el otro lado del vagón y que además iban dormidos. Y el resto del tren no tenía esta vista, ya que las rocas se la tapaban.

Volvió a mirar por la ventana, observando al bañista con interés y se percató de que tenía una larga melena. Una mujer, -¡pero que ganas de bañarse ahora!, pensó Marina, y al ver que nuevamente agitaba la mano comenzó a preguntarse si no estaría en apuros y pediría socorro. Pero la manera de moverse por el agua no le parecía la de una persona ahogándose. Más bien al contrario, nadaba elegantemente acercándose cada vez más donde estaba ella, y se notaba que sabía moverse en el agua.

Sin ni siquiera pensarlo, Marina, saludó a la mujer, y sorprendentemente recibió otro saludo igual como respuesta. Entonces se puso en pie, y abrió la ventanilla. Un soplo de brisa marina le dio en la cara, inundándola de un sentimiento de bienestar. Volvió a saludar y volvió a recibir respuesta. Entonces , una intuición le vino a la mente, y presa de un súbito nerviosismo, sacó un poco la cabeza por la ventanilla y gritó: - Hola.

Esta vez, la mujer la miró, y sonriendo, le respondió con una bellísima voz: - Hola Marina. Recuerda lo que te enseñaron de pequeña. Nunca lo olvides.

Y dicho esto, le lanzó un beso con la mano, se la llevó al corazón manteniéndola allí un momento, y volviéndole a sonreír con dulzura, dio un salto y se zambulló en el agua, mostrando por un instante su espléndida cola bordada de escamas tornasoladas.

Marina, se desplomó en su asiento, completamente asombrada. Era cierto, pensó, era cierto todo lo que mi madre me contó de su tatarabuela. Las sirenas existían. Ella había deseado durante mucho tiempo ver una y lo había logrado. Entonces recordó las palabras de su antepasada. Si uno se lo proponía y lo deseaba con mucha fuerza, al final lo conseguía. Era cosa de voluntad e ilusión. ¿Y qué es la ilusión, sino magia? Ella lograría conseguir todo aquello que se propusiera, ahora lo sabía. Por muchas dificultades que encontrara en su camino, llegaría hasta donde sus sueños le permitieran. Había visto su sirena.

En silencio, volvió a mirar hacia aquel mar que ya no guardaba tantos secretos para ella, y lentamente se fue dibujando una luminosa sonrisa en su rostro, la misma que aquella lejana tarde se dibujó en su cara mientras su madre le explicaba la historia de una sirena.












martes, 4 de enero de 2011

LA PROMESA



Stephan abrió los ojos, y aturdido, se fijó en un ave solitaria que pasaba por encima, muy alto, muy alto en un cielo infinitamente azul. Pensó que no recordaba haber visto jamás un cielo tan nítido, y, después de un momento en que se quedó observando cómo el pájaro se alejaba, empezó a pensar que tampoco recordaba qué había pasado, ni cómo había llegado hasta allí. Cerró de nuevo los ojos, cansado, y de pronto, una imagen invadió su mente. Era la cara de una hermosa joven de triste mirada que le sonreía. Conocía aquella mujer, sabía que le había hecho una promesa y que debía de cumplirla. No podía recordar su nombre, pero si sentía la necesidad imperiosa de volver a verla.
Se incorporó con esfuerzo, sintiendo una sensación de plomo en sus piernas, y entonces pudo ver que se encontraba en una verde pradera salpicada por una multitud de flores. No podía distinguir bien de que flor se trataba, pero si veía con claridad el intenso color rojo que tenían.
De pronto se sintió más ligero, y se levantó con una sola idea en su mente, encontrar a la mujer de su recuerdo y cumplir la promesa que le había hecho.
Comenzó a caminar dejando atrás aquel campo más rojo que verde, llegó a un pueblo dónde no encontró a nadie. No sentía cansancio, ni hambre ni frío. En algún momento pensó que era extraño no ver a ninguna otra persona, pero eso le daba igual, su pensamiento volvía una y otra vez a la mujer que le sonreía. Vagó durante lo que a él le parecieron varios días, y por fin, entró a una pequeña ciudad que conocía. Miró los edificios y reconoció uno de ellos, en ese preciso instante un nombre de mujer regresó a su memoria. Penélope. Ella era la mujer de sonrisa triste que invadía su mente día y noche. Hacía ella se dirigían todos sus pensamientos. De pronto recordó una pequeña casita blanca al final de una calle llena de árboles de hermosas flores malvas. Buscó el lugar y se encontró con una pequeña casita blanca, y, aunque no era exactamente cómo la recordaba, algo en su interior le decía que su búsqueda estaba a punto de concluir.
Volvió a mirar a ambos lados de la calle y volvió a sentirse extrañado de no ver a nadie, pero tuvo tiempo de pensar mucho en ello, ya que en ese preciso instante una joven mujer abrió la puerta de la casa, y salió de ella. Él la reconoció y la llamó, pero ella no lo vio y empezó a caminar a lo largo de la calle. En las manos llevaba un pequeño ramo de rosas blancas , e iba sumida en sus pensamientos.
El la observó desde lejos y la siguió. Observó su pequeña figura, su elegante porte, y su lento caminar, con la mirada perdida, cómo sumida en un océano de tristeza. Caminaron varias calles hacia la salida del pueblo, y entonces ella llegó a un recinto, y abrió la verja que hacía de puerta. Él entró tras de ella y su visión se volvió borrosa, sólo veía con claridad a la mujer. Empezó a sentir una extraña sensación, una especie de miedo, pero siguió adelante.
Entonces ella se arrodilló frente a lo que parecía una piedra, y depositó las flores encima de ella. Empezó a llorar en silencio, mientras Stephan se acercaba, y empezaba a distinguir con más claridad dónde se encontraba.
Llegó al lado de Penélope, que no parecía percatarse de su presencia, y entonces se fijó en la piedra sobre la que ella había dejado las flores. Su nombre estaba escrito en ella. Su nombre sobre piedra.
De pronto lo recordó todo, su mente se vio invadida de recuerdos. La bella Penélope, su boda unos días antes, ella llorosa cuando lo despidió en el tren , y la promesa que le había hecho y que lo había hecho volver:
- Amor mío, no llores, éste no será el último beso que te dé. Aún he de volver a besarte. Te lo prometo.
También recordó las bombas, los gritos de agonía, y el dolor ardiente que le atravesó el pecho cuándo cayó en aquel campo plagado de los cuerpos de sus compañeros muertos en combate.
Comprendió en ese preciso instante que estaba allí, sólo para cumplir su promesa. Volver a besar a su mujer.
Se inclinó hacia ella, que en ese momento levantó la mirada, y, entonces él depositó un suave beso en sus labios con el que expresaba todo el gran amor que sentía hacia ella, que cerró los ojos. Luego le susurró un al oído, con la esperanza que lo escuchara:
- He vuelto para cumplir mi promesa. Siempre te amaré.

Penélope llevaba días encerrada en casa, sumida en una profunda tristeza. Pero aquel día sintió que tenía que ir a hacer aquello que tanto temía. Se vistió y cogió las flores. Al salir de casa y durante todo el trayecto al cementerio tuvo la extraña sensación de que alguien la seguía, pero no vio a nadie en todo el camino, sólo a una señora a lo lejos. Llegó a la tumba de su amadísimo esposo y depositó el ramo de flores de su boda que, extrañamente, aún seguía fresco después de varias semanas.
Tenía la sensación de que había alguien con ella, pero seguía sin ver a nadie. Miró la lápida y empezó a llorar en silencio, pero desconsoladamente. En ese momento, sintió una suave brisa a su lado y, le pareció oler el perfume que usaba su marido. Levantó la cabeza y la brisa que la envolvía levantó uno de los pétalos de las flores y en su vuelo, rozó los labios de Penélope. Ella cerró los ojos y sintió un beso. El último beso de su marido, el que le prometió que volvería a darle. Entonces pudo escuchar claramente unas suaves palabras en su oído, y supo que él estaba allí y que había venido a cumplir la promesa que le había hecho.
Penélope, miró hacia el vacío lugar que ocupaba el espíritu de Stephan, y le respondió. Yo también te amaré siempre.

Con unas leves sonrisas se miraron sin verse y se dijeron adiós.